Dimensión eclesial de la espiritualidad del catequista.

La vocación del catequista tiene una profunda dimensión eclesial, que es necesario destacar. El amor a la Iglesia configura de manera particular la espiritualidad del catequista. “Como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella” (Ef 5,25), el catequista es sostenido en su tarea catequizadora por este mismo amor.

La misión del catequista únicamente tiene sentido en el seno de la Iglesia y desde la Iglesia. La misión del catequista, de hecho, solo tiene sentido cuando se la percibe entroncada dentro de una Tradición viva que le precede y trasciende a su propia labor:

«Cuando el más humilde catequista… reúne su pequeña comunidad, aun cuando se encuentre solo, ejerce un acto de Iglesia y su gesto se enlaza mediante relaciones institucionales ciertamente, pero también mediante vínculos invisibles y raíces escondidas del orden de la gracia, a la actividad evangelizadora de toda la Iglesia» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi 60)

El catequista sabe que es un testigo y un eslabón más de una larga tradición que deriva de los apóstoles (cfr. Dei Verbum 8).

  • Quien catequiza transmite el Evangelio que, a su vez, ha recibido (cfr. 1 Co 15,3). La predicación apostólica se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos (cfr. Dei Verbum 8).
  • En la tradición apostólica hay ciertas constantes, inalterables al paso del tiempo, que configuran toda la misión de la Iglesia y, por tanto, de la catequesis. Dimensión eclesial de la espiritualidad del catequista.
  • El catequista, al catequizar, transmite la fe que la Iglesia cree, celebra y vive.

«El catequista ha de conformar su acción educadora con estas constantes si no quiere exponerse a correr en vano (cfr. Gál 2,2). Todo catequista debería poder aplicar a sí mismo la misteriosa frase de Jesús: “Mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado” (Jn 7, 16). ¡Qué contacto asiduo con la Palabra de Dios transmitida por el Magisterio de la Iglesia, qué familiaridad profunda con Cristo y con el Padre, qué espíritu de oración, qué despego de sí mismo ha de tener el catequista para poder decir “mi doctrina no es mía “!» (Catechesi tradendae 6).

El catequista vive su inserción con la Tradición viva de la Iglesia desde su inserción en una comunidad cristiana concreta y, como miembro activo de ella.

Nunca, por tanto, el catequista puede entenderse como un evangelizador aislado que actúa por libre. Es, más bien, como un árbol arraigado en el terreno firme de la comunidad cristiana. Solo desde esa vinculación su acción podrá producir fruto.

  • El sentido eclesial del catequista —configurador de su identidad— ha de estar abierto y vinculado tanto a la Iglesia universal y particular como a la comunidad cristiana inmediata y al grupo de catequistas con los que actúa. •El catequista ha de cuidar las relaciones y su sentido de pertenencia al grupo de catequistas, que ha de constituir en la comunidad cristiana un verdadero germen de vida eclesial.

No pocos catequistas encuentran, de ordinario, en el grupo de catequistas la realidad más profunda de la vida de la iglesia y de su misión. El testimonio de unión fraterna que dicho grupo manifieste es, por otra parte, un factor decisivo en la tarea catequizadora de la comunidad.

El catequista ha de contar y prestar atención a las otras realidades educativas que colaboran y ayudan en el proceso de fe de los catequizandos: la familia, la escuela, las asociaciones y movimientos eclesiales, etc. Esto le llevará a relacionarse con esos educadores: padres, maestros, profesores de religión y responsables de movimientos.

  • El catequista ha de educar también la relación concreta que se va estableciendo entre las personas de su grupo y propiciar así la vivencia comunitaria y eclesial del grupo catequético. Su función como catequista es facilitar que esa vivencia comunitaria vaya creciendo y madurando, movida por ese motor vitalizador que es el amor fraterno, desde donde habrá que superar las tensiones y dificultades que puedan surgir en las relaciones entre los miembros del grupo.

La espiritualidad del catequista: abierta a los problemas del hombre y de su tiempo

La espiritualidad del catequista también y necesariamente, se ha de configurar desde su apertura a los problemas y situaciones de los hombres y mujeres de su tiempo, a quienes quiere transmitirles la fe de la Iglesia, adaptándose a su lenguaje, mentalidad y cultura. El catequista, por tanto, no puede entenderse a sí mismo como un ser aislado y fuera de su tiempo, que transmite una tradición muerta como si fuera una reliquia del pasado.

Al contrario, puesto que el Evangelio es una interpelación siempre actual para los hombres y mujeres de cada época, el catequista necesita estar abierto a los problemas y deseos de los hombres y del entorno social en que vive. Esta apertura a lo humano es una exigencia del Espíritu ya que es Él “quien hace discernir los signos de los tiempos -signos de Dios- que la evangelización descubre y valoriza en el interior de la historia” (Evangelii nuntiandi 75).

Enraizado en su ambiente, el catequista comparte los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de su tiempo (cfr. Gaudium et spes 1) y se compromete con ellos. Es precisamente esta sensibilidad para lo humano la que hace que su palabra catequizadora pueda echar raíces en los intereses profundos del hombre e iluminar las situaciones humanas más acuciantes, promoviendo una respuesta viva al Evangelio. El propio testimonio del compromiso social del catequista, compatible con su dedicación a la catequesis, tiene —ante los catequizandos— un valor educativo muy importante.

  • Esta atención al hombre por parte del catequista empieza por conocer a los catequizandos de su grupo catequético.
  • Conocer su modo de ser, sus circunstancias personales, sus experiencias humanas más profundas, su entorno familiar, el ambiente y medio en que viven.
  • Es fundamental que el catequista conozca asimismo el presente y el pasado de cada catecúmeno o catequizando de su grupo, y deberá tenerlo muy presente para ayudar a integrarlo dentro del proceso de la catequesis.
  • Procurará conocer igualmente las vivencias religiosas de los miembros de su grupo; sobre todo, intentará descubrir cuál es la imagen de Dios que les ha sido transmitida, qué idea tienen del Evangelio; cuál es su experiencia personal de oración y cuáles son los criterios morales que rigen su vida personal y social.
  • Si se trata de personas alejadas, convendrá que el catequista conozca cuáles fueron los motivos que llevaron a sus catequizandos a alejarse de Dios o de la vida de la Iglesia.
  • El conocimiento de todos estos elementos ayudará, en su momento, a los discernimientos que el proceso catequético necesariamente lleva consigo.
  • El servicio educativo del catequista no se detiene en las personas aisladas. El catequista ha de estar interesado en educar también las relaciones que se van estableciendo entre las personas del grupo; es decir, ha de favorecer y propiciar las primeras experiencias comunitarias entre los miembros de su grupo que les ayuden a crear su sentido de pertenencia a la Iglesia.
  • El catequista ha de conocer la dinámica concreta de su grupo y las tensiones que surgen dentro de él; estando, además, atento a cómo los respectivos miembros van madurando e integrando en su personalidad creyente las distintas circunstancias y momentos de crisis por los que pasa el grupo.
  • El catequista procurará no crear un grupo cerrado, sino abierto a las necesidades humanas y religiosas de su entorno.
  • El servicio educativo que presta el catequista ha de estar vinculado con la acción educativa que ejerce influencia en los catequizandos que le han sido confiados. El catequista ha de saber, por tanto, situar su acción catequizadora dentro de la más amplia tarea de la educación humana y cristiana de aquellos a quienes catequiza. Esto le llevará a relacionarse con esos otros educadores: padres, maestros, profesores de religión, responsables de movimientos, sacerdotes,…

El catequista, en cuanto servidor del evangelio, sirve al hombre y al mundo

A veces el catequista puede verse tentado por la sospecha de si su servicio es un verdadero compromiso con los hombres, y, también, si su puesto, sobre todo siendo laico, no estaría mejor en asumir responsabilidades sociales más directas, sin perder tiempo en la tarea de educar la fe, más propia de otras vocaciones y ministerios.

Ningún catequista debe caer en esa tentación, ya que la tarea catequética es profundamente humanizadora.

  • Dar a conocer y vincular a una persona con Jesucristo, que es quien de verdad revela al hombre lo que es el hombre (Gaudium et spes 22) y transmitir el Evangelio, que es un mensaje que encierra un sentido profundo para la vida y responde a los deseos más hondos del corazón humano, es la mejor contribución que la Iglesia puede prestar al mundo y a la sociedad (cfr. Gaudium et spes 40-45).
  • También es el mejor modo como cada creyente puede contribuir a humanizar su entorno y las personas que en él viven.

La humanidad ciertamente anda necesitada de muchas cosas, pero, sobre todo, está necesitada de Dios.

Por otra parte, junto a esta dimensión social, la catequesis colabora a una inserción más humana del cristiano en la trama de lo cotidiano. Centrado como está el Evangelio en el amor, con los innumerables aspectos de esta dimensión cristiana fundamental (1 Cor 13,1-13), la vida evangélica en la que inicia el catequista a catecúmenos y catequizandos proporciona una honda densidad humana en la vida diaria.

FUENTE:
www.caeie.com

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