Por: Pbro. Pablo Gualdrón.
Esta interrogante posee fundamentos innegables difíciles de abarcar en pocas palabras. Tomando esto en cuenta, abordaremos el tema desde una perspectiva filosófica/antropológica para luego intentar alcanzar una visión eclesiológica.
La Real Academia Española define la identidad como el “Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás”. De acuerdo a esta definición podríamos preguntarnos:
¿Los católicos tenemos una identidad? Y si la respuesta es afirmativa: ¿Cuál sería esa identidad? ¿Qué sucedió con nuestra identidad? ¿Dónde la encuentro?
Es necesario, antes de responder al planteamiento, dar un breve recuento de dos movimientos culturales, profundos, globales y acelerados que han tenido impacto a nivel mundial, tales movimientos se encuentran sintetizados en dos corrientes fundamentales: la modernidad y la posmodernidad.
La modernidad es un movimiento cultural que posee ribetes filosóficos, políticos y económicos, tuvo sus orígenes filosóficos en el S. XV durante el Renacimiento, cristalizándose durante el S. XVIII. Esta resalta la razón, el progreso y exalta al individuo, para la modernidad el individuo puede progresar indefinidamente con el uso de su razón.
Enmanuel Kant en su Ensayo sobre la Ilustración describe a la modernidad como “[…] una llegada a la mayoría de edad”, es decir, que el hombre en Occidente ha llegado a ser adulto, ya es mayor de edad y no necesita del sacerdote; tampoco necesita del gobierno; ni del maestro, solo requiere de su racionalidad y de atreverse a pensar por sí mismo. Así se produce la exaltación del individuo, de la capacidad racional humana y el hombre se convierte en la medida de todas las cosas.
En todo este ambiente de modernidad la religión comienza a tener sentido dentro de los límites que le impone la razón, por consiguiente, la religión desde ese ángulo es vista como una serie de opciones y elecciones que cada persona realiza según su parecer; esto es que el individuo en su autonomía absoluta, en su independencia y desconexión de toda otra consideración, supone que puede diseñar o crear la religión a su gusto. Es precisamente con esta nueva manera de pensar que la religión comienza a vaciarse de contenido pues ser católico puede significar una cosa para un individuo y otra cosa para otro individuo, sin importar lo que afirme una autoridad determinada.
Por su parte, la posmodernidad es una corriente de pensamiento surgida a mediados del S. XX como crítica a medias de la modernidad en el sentido de que no descarta algunos postulados fundamentales de esta última.
La posmodernidad se desconecta de la modernidad en varios puntos esenciales; su planteamiento principal es que el modelo trazado por el movimiento antecesor fracasó, en tanto que la idea de progreso a través del conocimiento no es suficiente para alcanzar el bienestar de la sociedad, ejemplo de ello son las guerras mundiales, en donde observamos en primer lugar, especialmente en la II Guerra Mundial, la inteligencia puesta al servicio del exterminio de una raza. Esto produce desconfianza en la razón pues queda claro que la racionalidad puede servir para cosas espantosas; otra observación corresponde a que la razón que puede lograr portentos de tecnología, es también la misma razón que puede organizar la opresión de millones de personas. El tercer punto que hace desconfiar de la razón es el daño ecológico, la destrucción de la naturaleza. En esas grietas de la razón lo que atañe es una subjetividad marcada por otras áreas del ser humano, esta será reemplazada por las pasiones, los sentimientos, las nostalgias, los sueños, las fantasías, en fin, las emociones; por tanto, en la posmodernidad se presentará una especie de exacerbación de todo lo que sea emocional subjetivo, lo que interesa es cómo me siento Yo.
En la posmodernidad se dará una especie de tiranía del gusto, del sentimiento, de la emoción que hace que muchas personas tengan incapacidad para razonar lo relacionado con el comportamiento humano. Entonces se comienza a digerir la vida humana a través de las emociones y de los sentimientos, especialmente de todo aquello que me hace sentir bien, esto se convierte en una tragedia pues todo se somete a emociones momentáneas.
En consecuencia, esa combinación entre modernidad y posmodernidad nos ha arrojado individuos incapaces de definir a partir de principios racionales cuál es el comportamiento adecuado; nos ha dejado individuos con una gran capacidad de discernir qué es lo tecnológicamente avanzado, pero no qué es moralmente o éticamente superior; esto indefectiblemente conlleva al ser humano a vivir en cierta forma en una precariedad emocional permanente. Una persona así definida está condenada a perder no solo su identidad católica sino toda identidad.
Ante lo ya expresado, nos preguntamos entonces: ¿Qué es ser católico? Y es aquí, entre esta cultura moderna y posmoderna, donde la Iglesia comienza a plantearse una reflexión eclesiológica verdaderamente profunda, sujetándose al Concilio Vaticano II el cual posee como uno de sus propósitos principales buscar mayor fidelidad de la Iglesia a Cristo, fidelidad a su ser y a su misión en el mundo. La Iglesia no solo puede ser vista desde una perspectiva jurídica o sociológica. Ella no es principalmente una realidad de este mundo. La Iglesia es un misterio. Una realidad que tiene su origen en Dios pero que vive en este mundo. Esa realidad de la Iglesia se expresa ya en los primeros números de la Constitución sobre esta. Así, la Lumen Gentium expresa:
«El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina […] Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde Adán, ‘desde el justo Abel hasta el último elegido’, serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre«.
Lg, No. 2
La Iglesia es pues un misterio que tiene su origen en el Padre que desde el inicio del mundo pensó en ella para que se desarrolle y se perfeccione hasta el fin de los siglos. Es una realidad que tiene a Dios como origen y destino. La Iglesia es la viña del Padre, la familia de Dios, el pueblo de Dios. Tiene también una relación constitutiva con Cristo, es suya, su Cuerpo, la prolongación de su misión en el mundo (Cfr. 1Cor 12,2-27). La relación con el Espíritu Santo es también fuertemente subrayada, Él es quien santifica continuamente a la Iglesia, Él habita en ella, la guía, la conduce a la verdad y la unifica en comunión y ministerio.
Para buscar la identidad es necesario volver a Galilea (Cfr. Mt 28,10), realizar el recorrido por la historia de la Iglesia desde sus comienzos; es menester regresar a la fuente y recorrerla con los Apóstoles, los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia, pues estos fueron los primeros testigos de los siglos iniciales y es precisamente allí donde hemos de aprender qué es ser católico. Pueden surgir modas, corrientes intelectuales, culturales y religiosas, todas efímeras. No obstante, encontraremos siempre nuestra identidad en las buenas y grandes obras, en las grandes personalidades, en los Santos que nos han precedido en la fe; y ese recorrido nos conducirá finalmente a las Sagradas Escrituras, a las obras de teología, a los grandes catecismos, compendios y tratados. Cuando se realice conscientemente ese hallazgo podremos entonces verdaderamente afirmar que comprendemos qué es ser católico.
Pudiéramos extendernos más acerca de lo que es la Iglesia, hacer un estudio exhaustivo de la identidad católica, pero si no tomamos conciencia bautismal y comenzamos a vivir como hijos de Dios, miembros de una gran familia -la Iglesia- santificada por la Gracia del Espíritu Santo, si no reconocemos que debemos volver a Jesús, a su vida y a su obra; a su pasión, muerte y resurrección, si no empezamos a tomar con seriedad los procesos de formación y de conversión, seguiremos viviendo a merced de las emociones fugaces y bailando al son que nos imponen los nuevos tiempos sin tener una respuesta clara y significante a la pregunta última de los hombres que en las luchas, aciertos y desaciertos de la vida siguen buscando una respuesta a su existencia vacía, una esperanza en la desesperanza y un camino hacia dónde dirigir sus pasos muchas veces cansados por el peso de la vida; seguiremos en definitiva sin ninguna identidad que nos defina, sin ninguna respuesta, perdidos en el océano de este mundo globalizado.
Así surge el dilema, como Iglesia tomaremos conciencia de la responsabilidad que tenemos y la seriedad que implica ser cristianos o empezaremos presos ya de incertidumbre y llenos de angustia a buscar respuestas en otras manifestaciones religiosas, aunque sea solo para sentirnos bien por un momento.
“Salió el sembrador a sembrar” (Mc 4,1-9), es tu decisión.
Pbro. Pablo David Gualdrón
Párroco Rector del Santuario Nacional Jesús Nazareno
pablogualdron11@gmail.com